miércoles, 20 de febrero de 2019
Tres en uno: un maratón, un maratón antes del maratón y un maratón después del maratón.
A veces mi torpeza hace que haya experiencias que no se puedan relatar
en diez líneas ni sentimientos que se puedan transmitir en dos minutos. Y, sin
duda, es torpeza porque Pablo sí que puede.
Tres en
uno: Un maratón, un maratón antes del maratón y un maratón después del maratón.
El padre de Pablo.
“El reloj sonaba a las seis como cada día,
pero hoy, sin conciencia y sin querer, me di cuenta de que, sin motivo alguno,
una enorme sonrisa iluminaba mi cara nada más levantarme…”.
Un maratón antes del
maratón.
El maratón
antes del maratón comenzaba antes de lo que pensaba. Llegaba con Pablo a la
feria del corredor el viernes por la mañana, donde me habían pedido que
fuéramos a acompañar a unos alumnos. No preguntéis por qué: nada más bajarlo
del coche, Pablo empezó a chillar y a manotear. Era solo un parking en
superficie como cualquier otro, pero está claro que para él era distinto, él
tiene memoria: aquél para nosotros no es el aparcamiento de Fibes, es el
parking del maratón.
Ya el sábado
buscamos alojamiento cerca de la salida para hacer más factible llegar a tiempo
a la salida (gracias José Antonio, gracias Jaime). Y es que ese adelanto que se
ha generalizado en el inicio de las maratones a las ocho y media de la mañana a
nosotros nos ha matado. ¿Estar con Pablo a las ocho y media? ¿Complicado? Vaya,
llamarlo complicado es un vulgar eufemismo.
Y continuamos
con la puesta a punto y traslado de la silla de correr y la maleta con toda la
equipación de Pablo. Pero el maratón antes del maratón se puso especialmente
complicado a la hora de acostarnos: Pablo volvía a tener memoria. Él reconoce
el escenario, le huele a maratón y su estado de excitación era total: gritos,
risas y gritos y más risas, y el reloj que marcaba las horas. Y nos dieron las
diez y las once, las doce y la una, y las dos y las tres. Puffff, y las tres. A
las tres lo venció el sueño y a él le dio para dormir algo menos de cuatro
horas, aunque a mí, que se me abrieron los ojos a las cinco, me dio para solo
dos. Y recordé las palabras de Abel Antón cuando hacía unas horas por la tarde decía
lo importante que era dormir si quiera fueran cinco horas. ¡Cinco horas!
Y siguieron
pasando los kilómetros de nuestro maratón antes del maratón. Llegó la hora de
bañar a Pablo, darle el desayuno y así llegamos al muro: vestirlo. Camiseta
térmica: cuela un brazo por una manga y luego, con toda su excitación,
flexiónale el otro sin que saque el primero, sin que agarre la manga por
dentro… Y luego la segunda camiseta térmica. Y luego el polar. Y luego los
calcetines, y las mallas térmicas… Flexiona una pierna y que no flexione la
otra, y cuela una pierna, sin que saque la otra pero la termina sacando y lo
vuelves a intentar una vez y otra… Y luego el pantalón. Y el cuello polar. Y
los guantes: ¡Con sus cinco dedos cada uno! Y coloca el abrigo y ponlo en la
silla y pon las cinchas y ajústalas y pon el dorsal…
¿Hora? Ocho y
veintidós. Eran casi y veinticinco cuando empezamos a correr para intentar no
llegar demasiado tarde a la salida. Siempre cuentas con los minutos que pasan
desde que suena el bang del disparo de salida (ése que no llegamos para
escuchar nunca) hasta que pasa el último corredor… Pero, claro, con dos mil
metros por delante… Estaba claro; sí, no
cabía duda: una vez más tocaba correr. Estrés y correr viendo pasar los minutos
por el asfalto de calles vacías y sintiendo que no llegábamos. Agotador: es la
sensación real de que no puedes más y que el maratón suena demasiado grande. Al
final, llegamos al final del maratón antes del maratón: cuando doblamos la
última calle y enfilamos el Paseo de las Delicias con el arco de salida al
fondo, la carrera, efectivamente, ya había salido. Solo quedaba el testigo de un
rosario de sudaderas y camisetas. Y allí, sonreímos y respirábamos, comenzamos
a cantar para atravesar nuestro arco de final del maratón antes del maratón.
Tocaba relajarse y empezar a disfrutar del maratón.
Un maratón.
Íbamos al
final del final, como siempre. Y, para nosotros, es ya no solo una sensación
familiar, sino diría que incluso hasta agradable. Ése es nuestro lugar. En el
último lugar estamos cómodos. Y Pablo no se hizo esperar. Ni cien metros, diría
que ni cincuenta: ya sonreía y al momento reía. Miriam, su hermana, desde la
bici de apoyo le jaleaba y yo le cantaba y él sin hacerse esperar empezó a
chillar y, al punto, en cuanto escucho mi gritar de “choca Pablo, choca”, a la
primera, sin hacerse de rogar, como quién estaba deseando, levantó su mano y
sucedió ese milagro que supone ver cómo su mano derecha choca con las que se
ofrecen en la primera valla. Ver esa sonrisa inundando su cara, verlo manotear,
verlo levantarse de la silla a pesar de las cinchas que lo sujetan, verlo
derrochar chillidos es un espectáculo adictivo. Ver a tu hijo, ése que recién
nacido nos dijeron que iba a ser “un mueble bar” en el salón, verlo cómo es el
más vivo de los vivos, verlo cómo es la persona que más disfruta del mundo, ver
la pasión que derrocha y la que nos despierta, ver cómo es capaz de despertar
en mi garganta los decibelios que nadie ha conseguido, ver que es capaz de
hacerme chillar y cantar hora tras hora sin importarme (¿cómo importarme?), sin
importarme nada más allá de ese círculo invisible que nos envuelve y que nos
lleva rodando por todas las calles de una Sevilla que durante unas horas es
suya, es de Pablo.
Y así fuimos,
con más miedo que vergüenza porque mis lesiones son tan reales y objetivas como
estas teclas con las que en este momento estoy intentando transmitir tantas
cosas. El isquio ya dolía en el kilómetro cuatro: “Miriam –le dije a mi hija,
la hermana de Pablo-, esta vez no terminamos”. Pero fueron pasando los
kilómetros y llegó Juan, nuestro querido Juan, uno de los fisios de Pablo, que
nos acompañó como apoyo con otra bici. Alguien que ya es en casa mucho más que
un fisio…
Pero si no se
terminaba, qué más daba: ¡cuánto valía lo que estábamos viviendo! ¿Cuánto
valían todos esos gritos de “Pablo, vamos Pablo”? ¿Cuánto valían todas las
caras de ilusión que despertaba Pablo a su paso? ¿Cuánto vale ver cuánto vale
tu hijo? ¿Cuánto? Al final, Pablo iba dejando tras de sí un reguero de risas,
manos que se alzaban, gritos, palmas y lágrimas, lágrimas de alegría.
Y Pablo se
cansó y mucho. Y es que su derroche de vitalidad es la caña. Y esto mezclado
con la falta de sueño… El pobrecillo por varias veces ocurrió que me escuchó
gritar: “¡Pablo allí! ¡¡Choca!! ¡Arriba la mano! ¡Más arriba! ¡Choca, choca!”
y, más de una vez, terminó por levantar la mano, sí, ¡Pero hasta con cara de
dormido!
Pero al rato
resucitaba de nuevo y se volvía un basilisco incontrolado. Y con ese vozarrón
de chaval de veinte años gritaba y reía y chocaba. Y, con varias paradas para
que Juan tratara mis isquios, la carrera fue avanzando. Y vimos a Maite
(¡¡¡¡¡su madre!!!!!! ¡¡¡¡¡Mi mujer!!!!!) y a sus otras dos hermanas, a Ana y a
Laura, y le gritaron y les brillaron los ojos y se me saltaron las lágrimas. Y
vimos a sus tres abuelos y los vimos brillarles los ojos y temblar orgullosos
de su nieto. Y a mí se me escaparon las
lágrimas cada vez que en esa vorágine de gritos, risas y emociones, me paraba a
pensar: “Está ocurriendo, está pasando otra vez. Disfrutar con él, verlo
disfrutar así, verlo disfrutar tanto, quién nos lo iba a decir. Gracias,
gracias, gracias, Dios mío por este regalo, por este regalo que nunca soñamos”.
Y, sin saber
ni cómo, terminamos por acelerar el paso y los kilómetros finales se antojaron
hasta cortos, la fiesta estaba en su cénit, mi garganta no podía más y Pablo
tampoco y apuramos a toda velocidad los últimos kilómetros y, hasta sin darnos
cuenta, los últimos metros. Cachis, qué rabia: en vez de saborearlos a fondo ralentizando
la marcha, los atravesamos a toda velocidad. Se me fue la olla y con mi
“¡¡¡¡Vamos Pablo, chilla Pablo, vamos Pablo!!!!! ¡¡¡¡¡Sí, sí, sí!!!!!
¡¡¡¡Vamos, vamos, vamos!!!!!” no me di cuenta y se me fueron las piernas hasta
el punto de volar y atravesar meta.
Y allí un
campeón llamado Fermín impuso su medalla a otro campeón llamado Pablo. El sueño
se había cumplido y los Reyes Magos nos habían dejado el regalo que le habíamos
pedido: correr el maratón y no lastimarme.
Un maratón después
del maratón.
Abrazar a
Pablo al atravesar meta es algo que no puedo explicar, para qué voy a
intentarlo. Lo achuchas, lo besas, le muerdes la oreja y le dices que lo
quieres. Ya está. Lo demás es cosa nuestra.
Y por romper
la tradición, esta vez no se enfadó al detenerse la silla. Hay tradiciones que está
bien romper. Y por romper la tradición tampoco se enfadó al entrar en el hotel.
Bendita ruptura de tradiciones.
Después tocó
que comiera: y es que ya era hora, desde luego, porque él, en carrera, ni geles
ni agua ni nada. Y tocó bañarlo y después ducharme y recoger…. ¡¡¡Y comer!!!!
Por dios, el maratón después del maratón lo tengo asociado al hambre, al hambre
mortal.
Pero, claro,
todas las tradiciones no se rompieron- Era mucho pedir. Avanzamos y los
kilómetros del maratón después del maratón alzanzaron al momento de acostarse. Yo
a las nueve no podía más y me fui a la cama y Pablo a continuación. Y ahí sí
que nos estaban esperando “los calambres”. Sí, es un clásico, lo acuestas y
Pablo en ese momento se transforma. Es como si le dieras a un botón escondido y
accionaras algún mecanismo recóndito y él empezara al punto a chillar de
repente. Sí, primero lanza un primer chillido tímido, como de prueba, y al poco
otro más fuerte y en seguida otro aún más fuerte y ya rompe a reír, a echar
carcajadas y a chillar como un loco… ¡¡¡¡Se le vienen imágenes de la carrera y
la revive el tío!!!!! Y es que chilla y carcajea aún más que en carrera, se le
oye en toda la casa y los vecinos y qué se yo quién. Se le debe escuchar hasta
en la Conchinchina. Y chilla y chilla, y ríe y ríe como un adefesio sin control
alguno hasta el punto de enloquecer.
Y, al
principio, te alegras: ves a tu hijo feliz como nadie. ¿Alguien podría
igualarlo? Y tienes claro que no, que ser tan feliz es, sencillamente
imposible. En ese partido, gana a cualquiera por goleada.
Pero también al
maratón después del maratón llegan los kilómetros difíciles: y es que, de
nuevo, nos dieron las diez y las once, y las doce y la una… Y a la una llegó el
muro. Ya no podía más: sin haber dormido la noche anterior, con más de cuarenta
kilómetros en el cuerpo, sin poder pegar ojo ahora y con el reloj que
inexorablemente sonaría a las seis de la mañana para ir a trabajar.
Y sin más, más
que enfadado con mi pijama, busco un almohadón y me voy para el salón, y me
estoy acostando en el sofá tapándome la cabeza mientras digo “esto no merece
la pena, no merece la pena”.
A las tres él ya se había dormido y
yo me volvía a mi cama.
Pero,
finalmente, alcanzamos también el arco de llegada del maratón después del
maratón. Llegó por la mañana, cuando “el
reloj sonaba a las seis como cada día, pero hoy sin conciencia y sin querer me
di cuenta de que, sin motivo alguno, una enorme sonrisa iluminaba mi cara nada
más levantarme…”. Merecía la pena, claro que sí, vaya si la merecía.
Gracias,
gracias, gracias. Gracias a todos los que nos ayudáis, gracias a mis hijos, los
hermanos de Pablo, gracias a Maite por permitir esta locura, porque ella de
esta historia se come los kilómetros amargos pero no disfruta de todos los
kilómetros dulces (¡¡¡¡¡gracias!!!!!!), gracias a todos los que sonreísteis con
nosotros, gracias a todos los que chillasteis a nuestro paso, gracias a todos
los que disfrutasteis con nosotros haciéndonos disfrutar, gracias a todos los
que hicisteis feliz a Pablo chocando esa mano derecha que se levantaba a
vuestro paso. Gracias a todos los que hicisteis posible que el milagro
ocurriera de nuevo.
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1 comentario:
Gracias a ti José Manuel por contarnos la maratón de manera que sin estar alli, parece que la he corrido junto a los dos. Un abrazo para los dos y mucha fuerza para seguir sacando esas sonrisas a Pablo. Espectacular ejemplo de familia!!!!
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