lunes, 23 de febrero de 2015
Gracias, gracias, gracias.
Por encima de todo una palabra resuena en mi interior:
Gracias, Gracias, Gracias. ¿Cómo no estar agradecido a todo lo vivido en estos
días?
22 de febrero de 2015. Y el día comenzó negro y haciendo
todo lo contrario de lo que se espera al preparar una carrera: estrés y más
estrés. De todo menos masajes y estiramientos. El día empezó, como tantas veces,
de noche, sencillamente “oscuro”. Las bicis, necesarias para que Miriam y Ana
nos acompañasen, no entraban en el coche ni a tiros. Me tuve que poner las
pilas para desmontar asientos con una linterna. Toda una paliza.
Querían que llegásemos a eso de las ocho y media. ¡¡¡Ocho y
media!!!! ¿Con Pablo y todo la “maratón” que él necesita? ¡Eso es ciencia
ficción y no la de la Guerra de las Galaxias!
A las ocho y media, solo conseguíamos aparcar el coche a dos
kilómetros de la línea de salida. Y baja bicis, baja carro, mete a Pablo en el
saco, sube a Pablo en el carro y corre y corre y corre.
Fue el peor momento del día. Corriendo buscando la salida yo
pensaba que quién me mandaba meterme en esto. Fatigado y jadeando, viendo cómo
me dolía todo el cuerpo y, sobre todo, con un pensamiento que me martilleaba y
que me hundía: lo del año pasado era irrepetible y me daba que en esta ocasión
Pablo no iba a disfrutar como entonces. Así, no era de extrañar que no dejase
de pensar que lo de este año era sencillamente imposible o, sencillamente,
pretencioso.
Ocho cuarenta: llegamos a la salida. Sólo sé que me dijeron “bien,
habéis llegado a tiempo”. Yo estaba
aturdido, nos presentaron a mucha gente, que nos mostraban su cariño. Sólo respiré
cuando en el premio que nos entregaron aparecía el nombre de Pablo. Me emociona
más ahora recordarlo que en aquél momento.
Cuál sería la próxima maratón, nos preguntaron. Mañana
lunes, la de mañana. La verdadera maratón es la de todos los días. Y la carrera
se lanzó.
Salimos por detrás del coche fin de carrera y nos pusimos a
lo nuestro: cantar y cantar. “La de un pirata es la vida mejor…”.
¿Y qué pasó? Pues que nos esperaba un regalo que, desde
luego, no merezco… pero Pablo sí. Pablo se lo merece por tantos días en la
colchoneta, por tantos días dependiente, por tantos días de un otoño tan
difícil como el que ha pasado, por tantas sonrisas como nos da, por tanto como
nos perdona, por tanto como se deja querer. Él sí que se merecía ser el
protagonista por un día. Él sí que es el verdadero protagonista: el que vive en
primera persona su propia cruz. Los demás asistimos y lo asistimos.
¿Qué qué pasó? Que Pablo gritó y gritó y gritó y gritó y
gritó. ¿Más que el año pasado? ¡¡Aunque parezca imposible!! ¡¡Más que el año
pasado!! Se revolvía en el carro, se tensionaba al límite levantarse, sacaba
las manos, agitaba los brazos y ponía esa cara de ansía, de enormes ansías que
solo él sabe poner cuando quiere algo con todo su corazón y su cuerpo no le
deja, esa cara que nos hace saber a todos los que lo conocemos que está en ese
estado que los demás llamamos FELICIDAD.
Era imposible, y digo bien IMPOSIBLE, verlo y no
emocionarse. Todo el mundo a su paso le aplaudía, animaba, chillaba. Pero el
caso es que, al tiempo, en cuanto se avistaba un grupo de gente él se
anticipaba, sí SE ANTICIPABA (cómo era eso posible, no lo sé, pero así fue) y
él ya empezaba a chillar y a levantar y agitar los brazos.
Pasaban los kilómetros y los kilómetros y los kilómetros y
él siguió así hasta el final. Todo el recorrido chillando, disfrutando,
disfrutando, disfrutando.
¿El padre? ¡¡¡Qué más da el padre!!! Solo decir que el padre
disfrutó casi tanto como él, porque lo siento por nosotros, las personas “normales”:
porque nunca tendremos esa capacidad de disfrute que ayer vi en mi hijo Pablo.
Imposible: eso está vetado solo para los santos y los ángeles. Y eso es Pablo:
un santo, un ángel.
¿El padre? Pues el padre como sus hermanos que tuvieron
junto a otros el privilegio de acompañarlo, disfrutaron de la suerte de verlo y
acompañarlo. Y es que yo, si no lo veo, no lo creo. Por eso me cuesta contar
esto, porque tengo la sensación de que resulta imposible en unas líneas
relatarlo. Las experiencias son más para vivirlas que para contarlas. Como las
fotografías.
Por mucho que lo cuente, es difícil de entender. Muy
difícil. No dejaré de parecer un exagerado. Aunque, si sumamos los testimonios
-miles- de tanta gente que gritó a nuestro paso, y que dicen cómo veían a
Pablo, tendremos los miles de fotogramas que componen la extraordinaria
película de cuatro horas y media que vivimos ayer. Todavía se me saltan las
lágrimas y se me forma un nudo en la garganta sólo con acordarme. Es de estos
momentos que uno debe grabar y no olvidar.
Y esta es la historia. Y estos momentos queremos guardarlos,
como si de flechas se tratasen, hasta llenar nuestra aljaba. Así, cuando
lleguen –porque llegarán- otras maratones, otros momentos, otras batallas,
tengamos con qué defendernos y hacerles frente. Para que no caigamos en la
tentación de sentirnos los más desgraciados del mundo, porque no es así. No es
así. El día de ayer nos enseñó otra vez, nos recordó, que tenemos la suerte de
convivir con un ángel. Y nuestro ángel fue ayer el protagonista.
Gracias, gracias, gracias. No tenemos más que decir GRACIAS a
todos lo que nos habéis ayudado, a todos los que nos habéis facilitado, a todos
los que nos habéis acompañado, a todos los que nos habéis animado. Gracias a
todos los que hicisteis posible que ayer un ángel disfrutara por las calles de
Sevilla. Por cuatro horas y media el cielo bajó a la tierra.
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2 comentarios:
Grande, grande. Grande los dos. ¡Qué gran suerte de haberte conocido, José! Estos dos años están siendo muy emocionantes al tenerte con nosotros. Me alegro tanto de poder haberte conocido, en serio. Sois únicos y eso es lo que os hace tan especial. Te admiro de corazón, maestro. Besazos enormes.
La suerte tiene dos direcciones.
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