martes, 9 de junio de 2015
El marino que salvó al mundo.
Durante
la crisis de los misiles cubanos, destructores de EE.UU acosaron a un submarino
soviético que estuvo a punto de lanzar un torpedo nuclear. La sangre fría de un
oficial evitó la tercera guerra mundial en un episodio que permaneció años
oculto.
«Un tipo
llamado Vasili Arkhipov salvó al mundo». Así explicó Thomas S. Blanton,
director del Archivo de Seguridad Nacional de EE.UU, el papel protagonista
desempeñado por un desconocido marino soviético en la crisis de los misiles
cubanos de 1962. De aquel episodio la humanidad recuerda que los Estados Unidos
y la Unión Soviética estuvieron a punto de arrastrarla al abismo en su pulso
nuclear. Lo que poca gente conoce es que fue la decisión de una sola persona,
Arkhipov, la que evitó que estallara la que habría supuesto la tercera guerra
mundial.
Pongámonos en
antecedentes. Arkhipov es uno de los tres oficiales al mando de un submarino
soviético B-59, un sumergible de ataque al que la OTAN denominaba Clase
Foxtrot. En los últimos días de octubre de 1962 navega sumergido junto a otros
cuatro submarinos similares con destino a Cuba. La URSS ha instalado
secretamente en suelo cubano varias lanzaderas de misiles nucleares, capaces de
alcanzar territorio estadounidense en apenas unos minutos. Es la respuesta al
despliegue previo de proyectiles atómicos de Estados Unidos en tierras de
Turquía, una amenaza capaz de golpear y devastar Moscú en apenas un cuarto de
hora que el Kremlin tenía que contrarrestar.
En medio de
esa escalada de tensión, con el planeta entero conteniendo el aliento y los dos
colosos enseñándose los dientes, la 69 Brigada Submarina Soviética, en la que
se encuadra la nave de Arkhipov, se dirige hacia aguas cubanas. Su misión,
burlar el embargo que la Armada norteamericana ha dispuesto en torno a la isla
y establecer una base submarina en la bahía de Mariel, en la costa norte de
Cuba. El B-59 de Arkhipov va equipado con torpedos nucleares, una carga letal
para una guerra desastrosa que cada vez se ve como más inminente. Pocos días
antes, un avión espía U-2 de los Estados Unidos ha caído derribado en suelo
cubano y un grupo de cazas MIG soviéticos ataca a otro de estos aparatos
mientras completaba un vuelo de reconocimiento en Siberia.
Miientras en
el Pentágono se ultiman los detalles para la invasión final de la Cuba
castrista y prosoviética, los buques de la US Navy y los aviones espías de la
CIA sobrevuelan el Caribe en busca de embarcaciones soviéticas intentando
introducir más armamento nuclear en la isla. Las instrucciones del secretario
de Defensa, Robert Mcnamara, son tan claras como peligrosas: si detectan
cualquier intruso, los buques norteamericanos deben obligarlo a emerger e
identificarse y bloquear su acceso. Una de esas embarcaciones es el B-59. El
máximo responsable del buque, Vitaly Savitsky, lleva como segundos a bordo a
Arkhipov y un oficial político.
A media tarde
del 27 de octubre de 1962 los acontecimientos se precipitan. Un grupo de destructores
estadounidenses detecta la brigada del B-59. Ignorando que se las ven con
buques con armamento nuclear, los barcos norteamericanos comienzan a lanzar
cargas de profundidad para forzar a los submarinos soviéticos a emerger. A
bordo del sumergible de Arkhipov se viven momentos de pánico y caos. Ante la
gravedad de los acontecimientos, el trío de oficiales al mando había zarpado de
la URSS con autorización para lanzar sus torpedos nucleares si todos ellos
estaban de acuerdo en hacerlo. Sin comunicación con Moscú, y dudando si ya
había estallado la guerra entre las dos superpotencias, bajo las aguas del
Caribe, con medio mundo pendiente de sus televisores, de las decisiones de
Kennedy y de Kruschev, un grupo de marinos acosados tendría que decidir el destino
de la humanidad.
El oficial de
comunicaciones Vladimir Orlov vivió a bordo aquellos dramáticos instantes.
Según su versión, tras una larga travesía transoceánica sumergidos, la
tripulación y el capitán Savitsky «estaban exhaustos». Las cargas de los
destructores norteamericanos explotaban a pocos metros del casco del submarino
soviético. «Era como estar sentado en un barril de metal que alguien golpea
continuamente con un martillo». Así hostigado, al límite de su resistencia
psicológica, presionado por una marinería que exigía defenderse, Savitsky hace
un último intento de contactar con Moscú. No hay manera. Enfurecido y
desesperado, decide lanzar su mortífero torpedo, aun a sabiendas de que sería
el fin también para él y sus hombres: «Los volaremos por los aires; moriremos
todos pero hundiremos todos sus barcos», exclama antes de reunir a sus dos
segundos a bordo para ratificar una decisión que requiere su consentimiento.
En medio del
bombardeo yanqui, a unos centenares de metros bajo el Caribe, los tres marinos
celebran una reunión que decidió el destino de la humanidad. El oficial
político está de acuerdo con Savitsky en abrir fuego. Solo falta Arkhipov. Pero
él dice que no. En esas circunstancias extremas, únicamente la frialdad y el
coraje de un hombre evitan lo que habría supuesto una catástrofe sin
precedentes.
Arkhipov
convence a Savitsky de que haga emerger el submarino. El B-59 asoma a la
superficie y da media vuelta a la espera de instrucciones del Kremlin rehuyendo
el enfrentamiento con la Task Force norteamericana. Pocas horas después,
Kennedy y Kruschev alcanzan un acuerdo que hace suspirar de alivio a toda la
humanidad.
Nadie lo supo
entonces, ni siquiera Kennedy, pero Arkhipov salvó aquel sábado al mundo. Su
historia no se hizo pública hasta 2002. En un congreso celebrado en La Habana a
los cuarenta años de aquel episodio, Mcnamara, basándose en documentos
estadounidenses desclasificados, admitió que la guerra nuclear estuvo más cerca
de lo que nadie había pensado. Thomas S. Blanton aclaró a que se refería: «Un
tipo llamado Vasili Arkhipov salvó al mundo». Aquel tipo había muerto tres años
antes.
[1] Guillermo
D. Olmo en ABC.es del 15 de abril de
2015.
http://www.abc.es/20120509/archivo/abci-crisis-misiles-cuba-201205071319.html
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